POR: EDGAR GUERRA BLANCO
La actual política de seguridad pública se torna cada vez más nociva y genera efectos más devastadores para la sociedad. El Estado no está cumpliendo su función. No provee seguridad jurídica y la impunidad es el día a día de los delitos y de sus víctimas. No provee seguridad patrimonial y las extorsiones, el pago de piso o el secuestro son parte de la vida cotidiana. No provee seguridad física y las agresiones, las violaciones y los homicidios ya no son sólo una posibilidad en el México de la violencia criminal, sino una probabilidad que te acompaña de casa a oficina.
Los efectos y consecuencias de la crisis de seguridad en que vivimos se traducen en cifras alarmantes: más de 151 mil muertos, 26 mil desaparecidos, un millón y medio de desplazados, degradación de los derechos humanos y las inconcebibles masacres y desapariciones forzadas. Estos números delinean el tamaño de la tragedia y muestran sus rasgos más ominosos. Pero existen otros datos mucho más discretos, pero que dan rostro humano al horror. Una de estas cifras, como lo documenté en otro artículo, es el de los periodistas asesinados en el contexto de la violencia criminal de drogas. Otra más, igual de preocupante, es la de homicidios de sacerdotes.
De acuerdo con el Centro Católico Multimedial en los últimos 25 años han sido asesinados 52 sacerdotes. 18 de ellos han muerto en lo que va de este sexenio. Pero, ¿cómo ocurren estos asesinatos y por qué?
De acuerdo con los datos estadísticos que a lo largo de una década ha recopilado este Centro, la geografía de la violencia contra el ministerio sacerdotal no es distinta a la geografía de la violencia criminal. Veracruz, Guerrero, Estado de México, Chihuahua y Michoacán están entre los estados de mayor peligro para el ejercicio ministerial. Son curiosamente las entidades federativas y regiones en las que el tráfico de sustancias psicoactivas ilegales florece y avasalla.
El periodo de mayor virulencia contra los sacerdotes de la Iglesia tampoco es muy distinto a la cronología de “guerra contra las drogas”. Durante los sexenios de los presidentes Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo y Vicente Fox, 12 hombres de la iglesia fueron asesinados entre presbíteros, sacristanes y religiosos. Es, a partir del sexenio calderonista que la cifra se dispara hasta llegar a 25 integrantes del culto: 17 sacerdotes, 3 religiosos, 4 sacristanes y 1 periodista católico. Con Enrique Peña Nieto las cifras son aún más sombrías –como lo es todo en este sexenio. De 2012 a 2016 se contabilizan 14 sacerdotes, 1 seminarista y 1 laico-sacristán asesinados, así como dos sacerdotes desaparecidos. Y aún faltan dos años.
Pero no sólo eso, la violencia que se ejerce contra los miembros del clero también es cualitativamente distinta, ya que hoy por hoy contra los ministros de la Iglesia se ejerce una mayor brutalidad. En la mayoría de los casos de los últimos 10 años, a los sacerdotes se les secuestra, se les tortura y se les asesina.
Pero también se les insulta, se les acosa y amenaza. Quizá la imagen más contundente sobre esto se publicó en las redes sociales hace un par de años, cuando el sacerdote Gregorio López, el padre ‘Goyo’ para los parroquianos, ofició misa con un chaleco antibalas en la Iglesia de la Señora de Nuestra Asunción, en Apatzingán. Eran los días del dominio criminal de Los Caballeros Templarios en Michoacán. Y es precisamente en esta coyuntura de resistencia frente a la criminalidad que los sacerdotes han comenzado a caer como víctimas de los grupos delincuenciales.
Tal y como ocurre en el caso del padre ‘Goyo’, históricamente los sacerdotes han sido y aún son factores de poder en sus comunidades. Líderes sociales con influencia en la población, con poder de convocatoria y capacidad de organización. Si algo mostró el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional a mediados de la década de los noventa fue el vasto y denso trabajo de organización social que estuvo, en su origen, a cargo de los teólogos de la liberación. Hoy en día muchos párrocos valientes destacan por su heroísmo (no puede llamársele de otro modo) al denunciar a los criminales, al alertar a la población sobre las consecuencias del narcotráfico, etcétera.
Lo anterior no quiere decir que en la Iglesia todos lleven vidas ejemplares. Las denuncias y condenas por pederastia, los casos de vidas fastuosas, de cercanía insultante con el poder y de relaciones peligrosas con los señores del narco motivan a mirar con recelo a los padres de la Iglesia. Más aún cuando, montados en posturas ideológicas vetustas, estos mismos ministros organizan y respaldan cruzadas impregnadas del más rancio conservadurismo, como ha sido su campaña contra el matrimonio igualitario.
Sin embargo, las iglesias y sus cultos cumplen funciones sumamente importantes en la sociedad como el transmitir a sus fieles un sentido de trascendencia, otorgar herramientas para la organización social y para generar solidaridad y fortalecer los vínculos comunitarios. En este sentido, tanto la Iglesia católica, como cualquier otra, deben ser protegidas y toleradas como cualquier otro sector y actor social de importancia.
Sin embargo, hoy en día las distintas creencias religiosas se expresan en un clima de intolerancia –de fundamentalismos liberales y conservadores, tanto de derechas como de izquierdas–, de debilidad institucional y de desgaste interno, lo que las vuelve sumamente vulnerables y las coloca a merced de la delincuencia.
Por tanto, en un ambiente de guerra como el que se vive en Veracruz, Guerrero o Tamaulipas la tarea de un sector de la Iglesia resulta sumamente molesta para los capos de las drogas. No por casualidad, por sexto año consecutivo, México se colocó en el primer lugar en asesinatos y desapariciones de sacerdotes católicos en América Latina.
Los asesinatos de miembros del clero generan indignación social, muestra la debilidad de las instituciones y la vulnerabilidad de regiones enteras del país que están colapsadas y penetradas por el crimen organizado. Pensar en este sector social también nos recuerda los errores y horrores de los fundamentalismos religiosos. Creo, sin embargo, que como sociedad ganaremos más fortaleciéndolo, tolerándolo y con él dialogando, que celebrando su tragedia.
@EdgarGuerraB