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viernes, abril 19, 2024

Fobia a la comida: Teria, un trastorno que nada tiene que ver con un capricho

Durante 30 años Paula comió solo cuatro cosas: ñoquis, fideos, papas al horno y arroz. Todo de color blanco. Cuando sus papás la llevaban al pediatra les decían que era puro capricho, que la dejaran en la mesa hasta que se decidiera a comer. En la adolescencia todo se complicó, ya ni siquiera comía lo de siempre y llegó a pesar 29 kilos.

Cuando Emma era bebé disfrutaba mucho el momento de la comida, su primera papilla fue un plato lleno de puré de calabaza. A los 3 años comenzó a rechazar las frutas y las verduras. Pasó el tiempo y la “maña” se iba instalando profundamente: todo lo diferente a lo que estaba acostumbrada -nuevas texturas, distintos colores- le generaba rechazo y le provocaba arcadas.

Estas historias están atravesadas por las distintas caras de una misma patología, que a pesar de que existe desde hace muchísimo tiempo, su diagnóstico y tratamiento son nuevos. Estamos hablando de Teria (trastorno por evitación/restricción de la ingestión de alimentos) o su versión en inglés Arfid (Avoidant/Restrictive Food IntakeDisorder), dos siglas que a casi nadie le suenan.

Recién en 2013 este cuadro fue definido como un trastorno de la alimentación y se incluyó en el DSM-5, el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Y si bien no existen estadísticas oficiales, los especialistas señalan qué hay cada vez más consultas y casos.

“Es muy importante entender que alguien con Teria no es un caprichoso ni un selectivo. Este es un trastorno psiquiátrico, atrás hay rasgos biológicos y está relacionado con el funcionamiento del cerebro: algo generó los hábitos y las selecciones de la comida”, explica Juana Poulisis, psiquiatra y presidenta del capítulo hispano de la Academy of Eating Disorders.

A diferencia de otros trastornos alimenticios, como la bulimia y la anorexia (con la que a veces se lo suele confundir), en este caso no hay una preocupación excesiva por adelgazar ni una distorsión de la imagen corporal. Incluso la obesidad puede ser también un indicador. “Una persona con Teria puede tener sobrepeso y estar mal nutrida por no ingerir todos los grupos de alimentos”, advierte la psicóloga clínica Yasmín Cohen, de La Casita, una fundación que trabaja con adolescentes y jóvenes con trastornos alimentarios.

Existen tres tipos de Teria: evitación y asco por las características de ciertos alimentos; miedo a atragantarse o a vomitar; y falta de interés por comer o alimentarse.

Se trata de un trastorno que se puede desarrollar en cualquier momento de la vida, aunque suele ser más común en la niñez porque es en esta etapa donde la relación con la comida, como otros hábitos, se construye.

Aunque todavía no hay demasiadas publicaciones sobre la temática, para muchos padres, pediatras, nutricionistas y clínicos a partir de la definición del diagnóstico es más fácil comprender qué hay detrás de aquellos que son extremadamente restrictivos con la comida.

Aunque muchos chicos comen de manera selectiva, esto no quiere decir que presenten el trastorno. Según estudios publicados por la Academia de Pediatría de los Estados Unidos, entre un 20 y 30% de los niños y las niñas come mal o tienen alguna dificultad con determinados alimentos, pero esto mejora alrededor de los 10 años o en la adolescencia sin la necesidad de tratamiento.

En cambio, los casos de Teria se distinguen por la persistencia, la severidad clínica (malnutrición, problemas de crecimiento, falta de concentración) y las consecuencias sociales (evitan ir a casa de amigos, a cumpleaños y se aíslan), que son algunas de las señales que pueden detectar los padres.

Paula Hernández, psicóloga y coordinadora general de La Casita, cuenta que, hace muchos años, recibían chicas alrededor de los 14 años que tenían una alteración en la menstruación o su peso no llegaba a ser el esperable para el momento del desarrollo.

“Cuando indagábamos un poco más no tenían una distorsión de su imagen corporal sino que llevaban hace tiempo una alimentación muy poco variada y restrictiva, o tenían una actitud muy desinteresada por los alimentos. Hoy esto tiene nombre y permite hilar mucho más fino, ya que antes era visto como una ingesta rara”, explica Hernández. “Si estos casos no reciben tratamiento en la primera infancia, después el problema tiende a evolucionar y puede derivar, por ejemplo, en una anorexia nerviosa”, agrega.

Antes del diagnóstico

Carolina, la mamá de Emma, recuerda que, cuando tenía 7 años, cambiaron de pediatra. A la niña, la profesional le explicó que tenía que empezar a comer más variado, le habló sobre la importancia de una dieta balanceada y las posibles consecuencias de la falta de vitaminas en el organismo. A sus padres, le indicó que “la obligaran a comer” y que no le hicieran comida aparte para ella: si no comía lo que había ese día, que no comiera.

“De esta manera, supuestamente aprendería ‘la lección’. Si bien no estábamos del todo de acuerdo en obligarla, seguimos las indicaciones. Como era de esperarse, esto empeoró la situación”, describe Carolina.

La cena familiar se transformó en una batalla. “Eran momentos de angustia y peleas. No solo para Emma, que lloraba y tenía arcadas frente a la comida que le dábamos, sino también para su hermano mayor que debía presenciar toda esta ‘violencia’ hacia su hermana y nos pedía por favor que no la obliguemos más”, cuenta la madre. Y agrega: “No pudimos sostener eso por mucho tiempo y ahí decidimos hacer una consulta con una terapeuta, pensando que tal vez habría alguna razón de índole psicológica. Emma debe estar llamando la atención por algo: era nuestra nueva hipótesis”.

Durante una charla sobre cómo prevenir los trastornos alimenticios en la adolescencia, Carolina escuchó mencionar este diagnóstico relativamente nuevo que se estaba viendo cada vez más en los consultorios. En un instante pensó que eso era lo que tenía Emma. “Conocer el diagnóstico parecía ser el final del camino pero, muy por el contrario, fue el comienzo de una nueva etapa en la cual poner toda la energía para el bienestar de nuestra hija”, sostiene.

En el Teria, no hay una prevalencia de mujeres sobre varones, como sí sucede en otros trastornos como la anorexia, donde la relación es 10 a uno a favor de las pacientes femeninas. Además, suele ir de la mano de otras patologías, como fobias, ataques de pánico, trastornos compulsivos o de ansiedad, por eso además de iniciar el tratamiento específico a veces el paciente tiene que tomar medicación para poder desarticular esta relación negativa con los alimentos. Existen asimismo casos graves, tanto en niños como en adultos, que necesitan internación y alimentación por sonda, porque es tal el rechazo a comer que está en riesgo su vida.

Recién en 2013, este trastorno de la alimentación fue definido como tal y se incluyó en el DSM-5, el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentalesRecién en 2013, este trastorno de la alimentación fue definido como tal y se incluyó en el DSM-5, el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales Crédito: Shutterstock

La selectividad no es exclusiva de frutas y verduras, también puede ser con carnes por miedo a atorarse con pedazos grandes, por texturas, olores o colores. Por lo general son personas con una fuerte sensorialidad, que no pueden incluso tocar ni tener cerca alimentos tan simples como un tomate o una manzana.

Ese fue el caso de Julieta. Al año de haberse mudado a Chile por el trabajo de su marido, se empezó a obsesionar con que si algo que comía le caía mal podía vomitar. Primero se hizo vegetariana, porque con los pedazos de carne pensaba que se iba a atragantar, empezó a dejar de comer alimentos que le podían caer pesados, después achicó las porciones y prefería los líquidos a los sólidos.

Como si fuera un círculo vicioso, comer siempre lo mismo hace que los sabores nuevos se sientan más intensos, por lo tanto mayor es la evitación, e incluso gracias al déficit de nutrientes y vitaminas, las personas llegan a percibir distinto el gusto de los alimentos. “En una cena con amigas me pedí solo un jugo. Cuando lo probé, le sentí gusto raro. Automáticamente pensé que la fruta estaba podrida. Seguramente no estaba mal, pero mi cabeza me decía que sí. No lo tomé porque pensaba que después me iba a sentir mal”, confiesa Julieta.

Poulisis explica que frente a la selectividad de lo que comen sus hijos hay dos reacciones de los padres: la adaptación o el conflicto. Ninguna de las dos resuelve el problema.

“Mis papás se cansaron de insistir y llegaron a un punto en que me decían ‘comé lo que quieras’. Tengo guardados cuadernos de comunicaciones con notas de las maestras del jardín diciendo que me llevaba una estrella por haber probado un pedacito de pollo”, cuenta Paula, que hoy tiene 31 años y recibió el diagnóstico de Teria recién hace más de un año y medio, después de haber luchado con una profunda anorexia.

Cuando estas personas finalmente dan con un profesional que les menciona el diagnóstico, sienten que es exactamente eso con lo que venían luchando ellos y sus hijos desde hace tiempo. “Fuimos a todo tipo de terapeutas y era la primera vez en 15 años que alguien enumeraba los síntomas de los que me pasaba de chica. Para mi mamá fue un alivio. A partir de ahí me dieron un tratamiento y pasos a seguir”, concluye Paula.

Todo lo que tenés que saber sobre los trastornos de la alimentación

Algunas señales de alerta

Déficit nutricional: Descenso significativo de peso, pero también sobrepeso según cuál sea la comida que se restringe.

Dificultad en el crecimiento: Baja talla para la edad e interrupción de la menstruación.

Problemas cardiovasculares: También se pueden presentar cansancio, anemia y fatiga.

Baja autoestima: Como les da vergüenza comer distinto, evitan exponerse a situaciones como cumpleaños o cenas en restaurantes.

Conflictos a nivel familiar: Pueden ser frecuentes los gritos y las discusiones a la hora de sentarse a la mesa.

Dificultades en el colegio: Baja concentración y desempeño escolar son algunos de los signos que pueden presentarse.

Aislamiento social: No van a casas de amigos, no quieren ir a un campamento o de viaje.

No se anima a probar nada nuevo: Se vuelven extremadamente exquisitos y rechazan todo alimento distinto al que están acostumbrados a ingerir.

Consejos para padres

Compartir las comidas: Los especialistas aconsejan comer en familia, evitando separar la comida de los chicos de la de los adultos.

Acostumbrarlos desde el principio a comer de todo: Es importante que puedan saborear distintas texturas e ingredientes.

Tener paciencia: En el caso de los niños con más dificultades, no hay que darse por vencidos, ya que una exposición gradual frente a determinadas comidas.

Buscar ayuda profesional: Ante cualquier duda o sospecha respecto de la alimentación, se recomienda consultar con un especialista.

El tratamiento: exponerlos de a poco a los alimentos, la clave del éxito

Así como no hay un solo tipo, tampoco existe una única manera de encarar este trastorno. Pero sí es necesario que en todos los casos el tratamiento esté supervisado por un equipo interdisciplinario integrado por un psiquiatra, un psicólogo, un nutricionista y un médico clínico o pediatra. También, en ciertas partes del mundo donde la práctica está más extendida, interviene un terapista ocupacional para trabajar especialmente con la sensorialidad.

El tratamiento por asco o miedo a atragantarse, vomitar o sentirse mal consiste en una terapia de exposición gradual a los alimentos. Poco a poco, la idea es entrar en contacto y luego probar aquellas comidas que se evitan.

La exposición consiste en cinco pasos que incluyen los sentidos: primero mirar, después tocar, oler, probar y por último morder un alimento determinado, previamente acordado con el terapeuta.

En las primeras sesiones se lleva a cabo una lista de comidas, desde las que más rechazo provocan a las que menos, y se empieza por el final. Se va llevando el registro de los avances y sensaciones, hasta que se logra incorporar con el tiempo dicho alimento, y se pasa al siguiente.

Sumar ingredientes

Desde que inició el tratamiento, Paula ya sumó siete ingredientes a su alimentación, más de lo que había comido en toda su vida.

“Empecé con la palta. Primero tenía que tocarla y olerla. Después me tenía que poner en la boca un cuadradito chiquitito. Luego una porción más grande, tres pedazos en un pan y así. muy de a poquitito empezar con comida nueva”, cuenta Paula. “Hasta ahora incorporé espinaca, batata y pesto, son todas cosas que probé por primera vez. Lo voy registrando en mi cabeza y lo voy disfrutando, porque para mí todo alimento que sumo es un mundo nuevo, es una posibilidad de incorporarme cada vez más a la sociedad”, agrega.

En el caso del desinterés o falta de placer por la comida el tratamiento es distinto. Se trabaja con el reloj, se les enseña a poner alarmas para que no se olviden de alimentarse, se pauta un plan alimentario para subir de peso y restituir la nutrición, y se intenta incluir comidas más calóricas y aumentar poco a poco el tamaño de las porciones.

“Es muy importante trabajar con la familias además del paciente, en especial en niños adolescentes. Los padres también tienen que entender cómo es la exposición: progresiva, sistemática y paulatina”, advierte Paula Hernández. Además la gran parte de la tarea se realizan en el hogar, donde se lleva el registro de lo que se evita pero también de los éxitos.

“Primero hicimos con Emma dos listas: una de frutas y otra de verduras. Luego, ella fue haciendo dos nuevas listas, ordenándolas de acuerdo a las que le daban menos asco y estaría dispuesta a probar hasta las que le producían más rechazo y probaría últimas”, cuenta Carolina, su mamá.

Explica que primero empezaron por la manzana roja. “Los primeros días la tocó, la olió y jugó con gajos de distintos tamaños, armando caras y palabras. Era importante que sintiera que no tenía obligación de probar nada. En principio se suponía que dedicaríamos dos semanas a una fruta o verdura. En la práctica fue variando, ya que en algunos casos se animaba a probar antes y en otros no quería saber nada y se dilataba el proceso”, detalla la mujer.

Si bien el trastorno se revierte, hay posibles recaídas, porque las personas tienden naturalmente a volver a evitar esos alimentos.

Poulisis deja bien en claro que depende de la motivación de cada paciente y su familia cuán rápido se sale de esto. Requiere práctica y práctica.

“Para que el cerebro se vaya acostumbrando a los distintos estímulos se necesita habituación y adaptación, acomodarse. De esto se trata la neuroplasticidad, al principio no hay un circuito y hay que hacer que el cerebro lo incorpore”, describe Hernández. “Es importante saber que la primera vez que alguien prueba algo quizás no le va a gustar, hay que adaptarse a ese sabor nuevo, a esa textura nueva, a ese olor”, subraya.

Después de un ataque de pánico en el que pensó que se moría, Julieta empezó el tratamiento en Chile con un psiquiatra, un nutricionista y un psicólogo. A los 10 meses había recuperado los 11 kilos perdidos, comenzó con una pauta alimentaria, que para ella fue muy difícil. Todo lo que debía comer tenía que ser del tamaño de su puño. Siguió el tratamiento psiquiátrico alrededor de cuatro años y aún ve al psicólogo de vez en cuando. Pudo entender que la comida es indispensable, y aunque sigue teniendo malestar en la panza “porque es la parte débil de su cuerpo”, la diferencia es que antes pensaba que la comida la iba a lastimar y hoy está segura de que no, que hace bien y se necesita.

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